Thierry Frémaux:“El cine sigue siendo un acto de presencia humana”


Thierry Frémaux siempre vuelve a Buenos Aires con una energía que sorprende: a casi veinticinco años de asumir la dirección artística del Festival de Cannes, conserva la misma devoción cinéfila que aquel joven que pasaba tardes enteras en salas francesas, descubriendo clásicos sin sospechar que algún día custodiaría el mayor archivo Lumière y conduciría el festival más influyente del mundo. Hoy, entre plataformas que se expanden, circuitos de exhibición que se transforman y una conversación global cada vez más fragmentada, Frémaux insiste en que la oscuridad compartida de una sala sigue siendo insustituible. Cerrando hoy una nueva Semana del Cine de Cannes en Buenos Aires, habla del futuro, de la memoria, de la defensa del cine como acto cultural y, sobre todo, de la experiencia que solo la pantalla grande puede producir cuando la película parece pensar con nosotros. Frémaux es alguien dueño de una mirada que es importantísima y crucial para el cine de hoy: es capaz de esquivar el pesimismo reinante, las máximas berretas como “la muerte del cine” y avanzar, siempre atento al pulso del cine, siempre entendiendo la importancia de la atención y también demostrando que ser director de un festival de cine es entender al mundo, y no resistirse al mismo. Recuperar la fe en el cine es hablar con Thierry Frémaux, es entender que sus roles, gigantes, fundamentales, no se benefician de su pasión: directamente, no son posibles sin ellas.
—¿Por qué creés que, en este momento tan cambiante, es más importante que nunca cuidar el acervo histórico del cine?
—Porque la memoria es el único modo de pensar el futuro. Cuando era joven, la cinefilia no era un tema de conversación pública: era una pasión popular e íntima, algo que uno cultivaba casi como un refugio. Había una distancia enorme entre ver un clásico y ver una película contemporánea; pertenecían a mundos distintos. Hoy esa separación desapareció. Miro a un joven espectador que pasa de Panahi a Murnau sin sentir que cambia de universo, y eso es maravilloso. El cine empezó a comportarse como otras artes: nadie se sorprende de que una compañía de teatro programe a Shakespeare junto a una obra escrita este año. Lo mismo está pasando con el cine. Hay 130 años de imágenes que no solo nos hablan del pasado, sino que alimentan el coraje creativo de hoy. Quentin Tarantino o Paul Thomas Anderson lo dicen abiertamente: su sensibilidad nace de mirar hacia atrás. Y eso demuestra que cualquiera –no solo un director– puede volverse cinéfilo. No es una elite cultural: es una forma de relacionarse con el mundo. En ese sentido, preservar el acervo es también preservar la posibilidad de que nuevas generaciones, incluso las que crecen frente a TikTok, descubran que lo que hoy llamamos “lenguaje audiovisual” fue inventado por el cine.
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—Hablás mucho de no separar el cine del espacio físico donde se proyecta. ¿Por qué te parece vital defender las salas en medio del auge de las plataformas?
—Porque las salas son parte del invento original. Cuando los hermanos Lumière imaginaron su máquina, imaginaron también un espacio donde esa imagen debía ser compartida. Hoy parece que hablamos del cine como si fuera un archivo digital sin cuerpo, algo que existe igual en una televisión, un teléfono o una sala. No es así. No es lo mismo ver Frankenstein de Del Toro solo en casa que sentir cómo la respiración de la sala acompaña la película. Las plataformas son extraordinarias: tengo todas, las uso, admiro su trabajo, y muchas hacen esfuerzos admirables por conservar clásicos. Pero una plataforma es un servicio. Una sala es un acontecimiento. Es como comparar comer en un restaurante con pedir una pizza. La pizza puede ser excelente, pero el restaurante ofrece un mundo, un clima, una pequeña comunidad efímera que se forma durante esas dos horas. Esa experiencia tiene un alma, y uno sale distinto. Siempre digo que, cuando era estudiante, si pasaba un día sin rumbo, bastaba entrar a una sala para que el día adquiriera sentido. Ver una película era un acto. Y un acto colectivo. Las plataformas crecerán –y deben crecer–, pero el cine en salas es frágil, vulnerable, necesita ser defendido. Nunca nadie aceptaría cerrar museos porque hay libros de arte; del mismo modo, no podemos renunciar a las salas porque existe el streaming.
—Vos hablás de una especie de “transformación íntima” que sucede cuando vemos una película en un cine. ¿Qué creés que ocurre ahí, que no ocurre en otros formatos?
—Hay algo físico, casi biológico. La pantalla grande genera una escala que no pide permiso para existir: nos envuelve, nos obliga a concentrarnos, nos recuerda que estamos viviendo algo que se nos impone desde afuera. Es una relación entre las imágenes y nuestra mente que cambia de intensidad según el espacio. Y luego está lo colectivo: el silencio compartido es un fenómeno increíble. En Cannes lo veo todos los años. Hay películas que en la soledad de una computadora no tendrían el mismo impacto. Pero en una sala, con mil personas que respiran, se inquietan o ríen al mismo tiempo, algo se potencia. No es romanticismo: es antropología. El cine nació como un ritual social. Y lo hermoso es que, aunque todo en el mundo parezca orientado a lo individual, ese ritual sigue funcionando. A veces me preguntan por qué seguimos defendiendo la experiencia colectiva si la tecnología va en otra dirección. La respuesta es simple: porque seguimos necesitando estar juntos, aunque no lo admitamos. Una película en sala nos obliga a convivir, a negociar un silencio, a compartir una emoción que no podemos pausar. En esa vulnerabilidad también hay belleza.
—En este escenario donde plataformas, series y redes producen imágenes sin parar, ¿qué descubriste del cine que no sospechabas cuando empezaste?
—Descubrí que el cine es más fuerte que su propia industria. Cuando era joven pensaba que el cine estaba unido a un sistema: estudios, directores, cines, estrenos. Hoy veo que el cine es un modo de pensar, de vivir el mundo. Las historias que vemos en Instagram, la forma en que se filman los viajes familiares, los lenguajes de las series o incluso los videos cotidianos: todo eso está construido sobre reglas que inventó el cine. El mundo mira y narra como el cine. Esa victoria cultural es impresionante, aunque a veces no seamos conscientes. Pero también descubrí algo más íntimo: que mi trabajo –ya sea restaurando los Lumière o dirigiendo Cannes– me enseñó a escuchar a las películas. No a analizarlas: a escucharlas. Hay filmes que me revelaron cosas que comprendí gracias a la sala llena, gracias a esa energía que se produce entre el público y la pantalla. Y eso no puede reproducirse en ningún otro lado. El cine, en definitiva, sigue siendo un acto de presencia humana.
Fuente: www.perfil.com



